Julian Astelarra se mueve a golpe de obsesión. Su investigación tiene más que ver con una forma de monomanía intempestiva que con una nueva y retórica celebración del final de la pintura, de una muerte que no deja otra opción que repetir hasta el agotamiento los restos de una cierta herencia.
En clave local(ista), este último podría ser un rasgo común entre un grupo de artistas, más o menos jóvenes, que se encuentran muy a gusto en el hecho diferencial de la cultura porteña. Son lxs que sospechan de lo internacional y prefieren replegarse a la reproducción de esquemas menores pero hegemónicos. Imaginan el futuro desde la recuperación de un pasado idealizado, separado de sus condiciones objetivas.
En un polo no necesariamente opuesto, aunque ciertamente refractario a las zonas donde todo remite a la interioridad, donde lo personal es norma, Julian Astelarra se desenvuelve como un historiador del arte desorientado. A la búsqueda de su particular continente perdido, en Olor a pintura podrida el artista se sumerge dentro de un pasado profundo, en el estudio geológico de las sucesivas transformaciones técnicas vividas por la pintura como medio, hasta la aparición del objeto independizado de la imagen, en la antesala del ready-made.
Continuando con una inquietud arqueológica ya presente en trabajos anteriores, Astelarra propone un viaje no falto de ausencias y olvidos, hacia atrás en el tiempo siguiendo una línea de materialidad que se pregunta por la continuidad de la pintura prehistórica en nuestro mundo contemporáneo.
Junto con la profundidad de las superficies, le inquieta la tentativa de evocar la sustancia de aquello que se va apenas ha aparecido, los vanos y sin embargo sublimes esfuerzos por crear vías mediante las cuales sería posible recuperar infinitamente lo vivo que huye.
La larga duración de las cuevas paleolíticas como reverso del cubo blanco o instalación avant la lettre, o lo que es lo mismo, su uso palimpséstico sostenido por milenios de pintar sobre lo pintado, se compagina con el estudio de los rastros de la pintura al fresco en los muros de las villas romanas y sus códigos de hospitalidad estoica, para llegar a la tradición terrebilista de las ascéticas vánitas españolas y la sobreabundancia fúnebre de la naturaleza muerta que transmutada llega hasta nuestros días.
A modo de broma, podría decirse que el pintor o la pintora siempre vuelve a la escena del crimen. No deja de recrear el teatro escópico donde Zeuxis engaña a los pájaros que, despistados, acuden a comer las uvas del cuadro; pero es incapaz de vencer el grado de realismo que alcanza el arte de Parrasio, quien hace pasar una pintura por una cortina, en el triunfo definitivo del enigma y el deseo recurrente de tener acceso a lo que se oculta. Prolongando ese juego de velos que se desvelan este proyecto articula un escenario absorbente, a través de un pasaje a lo desconocido que arranca en la vidriera, en un abajo donde se continúa la experiencia del arriba por caminos cada vez más abstractos. Porque cualquiera sea el sufrimiento, aún en el ambiente más irrespirable, es posible plegar las fuerzas e inventar un afuera.