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Alucinación

    El desertor

    Por Laura Códega

    Recuerdo que cuando comenzó a hablarse de informática, el mundo digital, las nuevas tecnología, las computadoras, un concepto me llamo especialmente la atención y era el de que el gran cerebro de la Matrix estaba compuesto por ceros y unos y con ese patrón de símbolos se construía todo el lenguaje que, después supe, se llamaba Código binario.

    Desde aquel momento esa idea encriptada y hermética me pareció útil para intentar dilucidar algunas cuestiones propias de la composición del Universo, ese que es simultáneamente uno y muchos a la vez, la providencia, el potencial puro de las manifestaciones emanadas.

    Basada en mis rudimentos para la comprensión de las ciencias exactas, este concepto, se volvía divagantemente filosófico. Equivalente al proceso biológico de la mitosis, que origina que de una célula se creen dos, le binario empezó a simbolizar para mi aquello que tenía la cualidad de desdoblarse.

    ¿Ceros y unos equivalían entonces a blanco y negro? Es decir: hay blanco, hay negro y con la mezcla de ellos se genera la escala de grises que es todo el espectro de valores existentes en el interludio. En este punto surgía para mí un nuevo problema: la escala de grises conformaba un mundo parcial, un universo en el que el color estaba ausente. Deduje entonces que tenía que haber sucedido que antes fue dividido el espacio en el día y la noche. Es decir que, dado que durante el día la propia visión nos demostraba que los rayos solares se descomponían en una infinidad de colores, durante la noche la ausencia del sol y la aparición de su luminaria espejada, la luna, permitía que se vea en escala de grises, es decir la mezcla de blanco y negro. Induje entonces que, colores y escala de grises; el día y la noche; el sol y la luna, eran todos hermanos binarios. Y digo hermanos porque los binarios no son necesariamente contrarios, sino uno consecutivo del otro.

    Este discurrir de argumentos me hizo pensar que iba a entender un poco mejor la lógica del sistema binario: está lo creado y lo re-creado, y lo que es reflejo de lo recreado y lo que es producto del reflejo de lo recreado y así sucesivamente. Porque, si la luna no tiene luz propia sino que refleja la del sol, en el ámbito de su reino debe teñirse de una ilusión todo lo que ella ilumina. En el cuerpo de la noche, desprovista de la chuchería del color, la materia se des-forma para dar lugar a la fantasmagoría de lo tercero: la luz (el Sol), el reflejo (la Luna) y aquello sobre lo que el reflejo se posa (el Misterio).

    Aquello que la luna ilumina, lo que sucede cuando nos es vedado ver, incluso cuando no hay siquiera luz lunar, lo oculto, lo esquivo, lo que siempre produjo temor, es lo que comenzaba y fundaba una ontología, una religión, una tradición, una escuela, un secreto y un misterio.

    Desde la primera vez que asistí a las obras de Martin en dos mil diecinueve sentí que hablaban del problema de lo binario: hay escala de grises, hay luz lunar, hay espejismos, desiertos, pasadizos secretos, el entramado de un lugar que habitamos y usufructuamos sin saber como se construye, hay embrollos como electrodos, cables, ventiladores, circuitos, enchufes, fuentes, estroboscopia, ilusión óptica, Fata Morgana, trampas, fugas, deformaciones, una alucinación oscura, una pesadilla difícil, un mundo visto a través de la mira de un arma.

    En el relato bíblico del Génesis, Dios crea a Adam y a Eva quienes a su vez crean a los dos primeros humanos, Caín y Abel. Caín, el primogénito, vive feliz hasta la llegada de su hermano menor, Abel. Los hermanos van creciendo y diferenciándose en sus temperamentos. Mientras Abel destaca por ser dócil, atento, humilde y generoso, el carácter de Caín se vuelve competitivo, celoso, especulador y mezquino. Un buen día Dios les pide una ofrenda a lo que cada uno responde de distinta manera. Caín ofrece frutas y verduras mientras que Abel sacrifica a los primogénitos de sus ovejas. A Dios le complace la ofrenda de Abel pero le desagrada la de Caín por considerarla falta de fe. Cuando Caín lo descubre, se resiente y finalmente mata a su hermano menor en un ataque de furia y envidia con el consecuente enojo de Dios quien lo condena a vagar solo por el desierto y a que nunca más nada de lo que cultivase creciera.

    A través de esta historia los hermanos refundan dos universos antagónicos representando los polos opuestos y vuelven a motorizar la fábula constituyente sobre el bien y el mal. La tensión entre los hermanos (binarios) vuelve a crear el drama que la historia de la humanidad necesita para cumplir su sino, porque la pérdida del paraíso necesita reactualizarse en los hijos de aquellos padres que ya fueron antes desterrados por Dios. ¿Se hubiese restituido el paraíso si Caín y Abel hubiesen sido ambos virtuosos?

    Las pinturas de Martin  toman partido por uno de los hermanos: el que se vio ensombrecido por la luz del otro, arrojado a vivir pendiente de él, reflejado y comparado. Caín, el desertor, replegado sobre sí mismo.

    Pinturas monocromáticas, frías y huidizas. Calabozos subterráneos donde se despliega el drama que luego vendremos por siglos a habitar. ¡El fratricidio y la culpa! Un lugar donde no hay alegría, ni risas, ni afecto, ni luz solar, donde no hay humanxs. Un lugar que es un paisaje interno, los recovecos de una mente entreverada y suspendida que faceta la luz de su opuesto binario fantasmagórico. Un drama que tiene la exigencia de existir para que suceda la separación primordial y fundacional de haber perdido y seguir perdiendo el paraíso.

    Alucinación
    Martín Fernández

    Texto de sala: Laura Códega

    30/7/22 al 17/9/22

    Constitución